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 | El estado presente de su alma y una de las tres concupiscencias 
 SAN AGUSTIN DE HIPONA, DOCTOR DE LA IGLESIA  - LAS CONFESIONES
 De cómo se hallaba en orden al segundo género de tentación, que es el de
      la curiosidad
 
 
hay en el alma
      otra especie de concupiscencia vana y curiosa, disfrazada con el nombre de
      conocimiento y ciencia, que se vale y se sirve de los mismos sentidos
      corporales, no para que ellos perciban sus respectivos deleites, sino para
      que por medio de ellos consiga satisfacer su curiosidad y la pasión de
      saber siempre más y más.| LIBRO X : En este libro muestra por qué grados fue subiendo al conocimiento de Dios; que se halla
      a Dios en la memoria, cuya capacidad y virtud describe hermosamente; que
      sólo en Dios está la verdadera bienaventuranza que todos apetecen, aunque
      no todos la buscan por los medios legítimos. Después describe el estado
      presente de su alma y los males de las tres concupiscencias  [la carne, la curiosidad y la soberbia].
       (1)
 
 Sobre la tentación de la curiosidad - (54-57)
 54. "A todas éstas es preciso añadir otra especie de tentación, que es
      mucho más peligrosa. Además de aquella concupiscencia de la carne, que
      tiene por objeto el regalo de los sentidos y deleites, sirviendo y
      obedeciendo a la cual perecen los que se alejan de Vos,
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| "ESTA OBRA COMIENZA ASI:   GRANDE ERES, SEÑOR.
 
Del libro primero al décimo tratan de mi; en los tres restantes, de las Santas Escrituras, sobre aquello que esta escrito: - En el principio hizo Dios el cielo y la tierra -, hasta - el descanso del sabado-.
Libro II de las Retractaciones, Cap. 6. - San Agustin (2)| Los trece libros de mis Confesiones alaban a Dios justo y bueno por mis males y por mis bienes, y despiertan hacia El al humano entendimiento y corazón. Por lo que a mí se refiere, este efecto me produjeron cuando las escribí y ese mismo efecto me producen ahora cuando las leo. Que entiendan los demas de ellas, no lo se. Lo que se es que han agradado y agradan a muchos hermanos. |   |  
 
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 Como esta concupiscencia del alma pertenece al apetito de conocer y saber,
      y los ojos son los principales en el conocimiento de las cosas sensibles,
      por eso en la Sagrada Escritura se llama concupiscencia de los ojos. Y
      aunque es cierto que el ver única y propiamente corresponde a los ojos,
      solemos usar también de esa palabra para explicar la acción de los demás
      sentidos, cuando los aplicamos a conocer sus propios objetos. Pero no al
      contrario, pues nunca decimos: oye cómo alumbra, ni oled cómo luce, ni
      gustad cómo brilla, ni palpad cómo resplandece, siendo así que todo esto
      lo llamamos ver. Porque no sólo decimos mirad cómo luce (lo cual
      únicamente pertenece a los ojos), sino también mirad cómo suena, mirad
      cómo huele, mirad cómo sabe, mirad cómo está duro.
      
      Por eso todas las sensaciones de nuestros sentidos se comprenden de una
      vez llamándose, como ya dije, concupiscencia de los ojos, porque todos los
      demás sentidos, cuando conocen o perciben algo de sus objetos, usurpan en
      algún modo la acción y oficio del ver, que propia y principalmente
      pertenece a los ojos.
 
 
 55. De aquí se puede conocer más claramente cuándo es el deleite y cuándo
      es la curiosidad quien hace obrar a nuestros sentidos, porque   el
      deleite siempre busca lo hermoso, lo sonoro, lo fragante, lo sabroso, lo
      suave, pero la curiosidad busca aun lo contrario de todo esto, no para
      mortificarse, sino por el prurito de saberlo y experimentarlo todo.
      Porque a la verdad, ¿qué deleite puede haber en mirar un cadáver lleno de
      heridas y despedazado, siendo una cosa que espanta y horroriza? Con todo
      esto, si en alguna parte hay este lastimoso espectáculo, concurren todos a
      verle y, conseguido, se entristecen y asustan. Además de esto, temen ver
      eso mismo entre sueños, como si alguno los hubiera obligado a que lo
      vieran cuando despiertos, o la fama y noticia de que allí había que ver
      una grande hermosura los hubiera persuadido y llevado a que lo vieran. Lo
      mismo pudiéramos decir de los demás sentidos, pero sería muy largo ir
      poniendo ejemplos en todos.
 
 De este achaque y dolencia de la curiosidad ha nacido todo cuanto se
      ejecuta de extraño y admirable en los espectáculos. Ella es la que nos
      hace andar investigando los efectos ocultos de la naturaleza, que no es
      exterior y está fuera de nosotros, que para nada aprovecha averiguarlos, y
      los desean saber los hombres no más que por saberlos; con el mismo fin de
      satisfacer su curiosidad perversa procuran averiguar algunas cosas por
      arte mágica. Ella es, finalmente, la que en el seno mismo de la Religión
      ha incitado a los fieles a tentar a Dios, pidiéndole milagros y prodigios,
      no para conseguir algún bien o salud del cuerpo o alma, sino por espíritu
      de curiosidad.
 
 
 56. En este tan inmenso y enmarañado bosque de deseos, y tan lleno de
      asechanzas y peligros, ya veis, Dios mío y salud mía, cuánta maleza he
      cortado y arrojado de mi corazón, según Vos me disteis gracia para
      ejecutarlo, y que efectivamente ejecuté; pero no obstante, ¿cuándo me
      atreveré a decir, sabiendo que nuestra vida continuamente y por todas
      partes está cercada y combatida de tan grande multitud de cosas
      semejantes, cuándo me atreveré a decir que estoy seguro y que ninguna de
      ellas excita mi atención siquiera para mirarla, y que nunca he de caer en
      lazo alguno de la vana curiosidad?
 
 A la verdad, los teatros ya no me arrastran ni llevan tras de sí, ya no
      cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consultó jamás las
      sombras de que se vale la magia para sus respuestas, antes bien detesto y
      abomino todos sus misterios sacrílegos y supersticiosos. Pero ¿con cuántas
      máquinas y ardides me combate el enemigo para obligarme a que os pida un
      milagro a Vos, Dios y Señor mío, a quien sólo debo servir humilde y
      sencillamente? Pero yo, Señor, por Jesucristo Rey nuestro, y por toda su
      corte celestial, esa triunfante Jerusalén, que es nuestra patria, inocente
      y casta esposa vuestra, os ruego y suplico que así como al presente estoy
      lejos de consentir a semejante tentación, así lo esté siempre y cada día
      más.
    
      Pero cuando os ruego por la salud de alguno, es muy diferente y mejor el
      fin de mi intención, y además de eso, me concedéis entonces,  y
      espero que siempre me lo concedáis, el que gustosamente me conforme con
      vuestra voluntad.
 
 
 57. No obstante, ¿quién hay que pueda contar la innumerable multitud de
      cosas menudísimas y despreciables con que es tentada nuestra curiosidad
      todos los días, y nuestras caídas? ¿Cuántas veces nos sucede que
      comenzamos a oír con gusto algunas conversaciones inútiles y vanas, que al
      principio aguantamos por no ofender a los que están hablando, y después
      venimos poco a poco a oírlas con voluntad y gusto? Ya no voy al circo a
      ver a un perro correr tras de una liebre, pero si sucede esto en el campo,
      y casualmente paso por allí al mismo tiempo, acaso me distrae y aparta de
      algún pensamiento grande y bueno, y me hace mirar y atender a aquella
      caza, no de modo que me haga extraviar con el caballo, pero sí con la
      voluntad y afecto. Si Vos, dándome entonces a conocer mi flaqueza, no me
      excitarais prontamente a que de aquello mismo que estoy viendo, levante mi
      espíritu y consideración a Vos, o por lo menos a que desprecie todo
      aquello y prosiga mi camino, me estaría embebecido vanamente. ¿Cuántas
      veces también, estando en casa, me tiene entretenido ya el animalejo que
      llaman alguacil de moscas, parándome a mirar cómo las caza, ya una araña,
      observando cómo las aprisiona, después de que caen en sus redes? ¿Acaso
      porque sean pequeños animales se podrá decir que no ejercitaron mi
      curiosidad ni causaron verdadera distracción? Es verdad que de esto mismo
      paso después a alabaros, por el orden admirable que habéis establecido y
      guardan entre sí todas las criaturas del universo; pero también es verdad
      que cuando comencé a atender, no comencé con este fin. Una cosa es
      levantarse presto y otra no caer.
 
 De semejantes cosas está llena mi vida, y por eso toda mi esperanza
      estriba únicamente en vuestra grande e infinita misericordia. Porque si
      llega a hacerse nuestra alma un depósito y receptáculo de semejantes cosas
      tan fútiles y vanas, y lleva dentro de sí copiosa multitud de especies a
      cuál más frívolas, sucederá que nuestras oraciones se interrumpirán y
      perturbarán no una sino muchas veces. Así, aun cuando nos contemplamos
      delante de vuestra presencia, y queremos que las voces de nuestro corazón
      lleguen a los oídos de vuestra divina Majestad, no sé cómo, ofreciéndose a
      nuestro pensamiento una infinidad de bagatelas y fruslerías, se viene a
      interrumpir una cosa de tanta importancia."
 
 
 
 
| (Fragmentos de la siguiente fuentes bibliográficas). Libro:   Las Confesiones (398) -  San Agustin de Hipona
 
 (1) Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes - Confesiones; traducidas según la edición latina de la
                  congregación de San Mauro, por el R. P. Fr. Eugenio Ceballos
 (2) Bibliotecas Autores Cristianos - 9na. Edicion (1998)
 
 NOTA: El subtitulado y los subrayados del fragmento no corresponden al autor ni al traductor.
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| San Agustin de Hipona   (354-430) Santo y uno de los doctores de la Iglesia Catolica. Macido en Tagaste, en las inmediaciones de Hipona en la provincia de Numidia en el norte de Africa (Argel). Hijo de santa Mónica. Ciudadano romano inteligente y de mente cultivada se destacó en retórica y gramática ejerciendo la docencia eh Hipona y Cartago. Convertido en Milan al catolicismo en el 386 y ordenado sacerdote en 391 y mas tarde obispo en Hipona combatió las herejías y tuvo singular éxito en la conversión de paganos. Escritor y pensador de valía escribió entre otras, dos obras trascendentales en testimonio de su fe y experiencias personales : Las Confesiones (398) y la Ciudad de Dios
(431). Murió enfermo en Hipona en el 430 asediada por entonces por los vándalos de Genserico que habian invadido las provincias romanas del norte de Africa.
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